El siguiente artículo es una reproducción de un estudio elaborado por el doctor en Historia Antigua y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid don Adolfo J. Domínguez Monedero.
Extraigo del mismo la parte relativa a su teoría donde explica la razón de que los griegos denominaran Iberia a la península más suroccidental de Europa.
Iberia era también el nombre que los griegos daban al país del Cáucaso que con la Cólquide conformarían aproximadamente el territorio de la actual Georgia.
Cólquide era el lugar mítico situado entre las montañas del Cáucaso a donde se dirigió la expedición de los argonautas de Jasón en busca del Vellocino de Oro.
Esta región, Cólquide-Iberia, era rica en este metal, como lo era también en otros metales, y se situaba en los confines del mundo oriental en la concepción griega.
Al igual que rica en metales y situada en el otro confín extremo, el occidental, se ubicaba la península suroccidental de Europa, la Tartessos-Iberia de las Columnas de Hércules..
Los términos «Iberia» e «Iberos» en las fuentes grecolatinas:
estudio acerca de su origen y ámbito de aplicación
Adolfo J. Domínguez Monedero
[Publicado previamente en: Lucentum 2, 1983, 203-224. Editado aquí en formato digital
por cortesía del autor, con la paginación original].
La relación entre las dos Iberias es el problema que, por el momento, parece insoluble.
De lo que yo voy a tratar a continuación es de intentar, por medio de dos mitos o ciclos
míticos concretos, relacionar la zona póntica y la zona del Mediterráneo Occidental
para indicar, posteriormente, cómo veo yo, siempre en el terreno de las hipótesis, la
asignación de un nombre geográfico ya conocido a una tierra recién conocida. Pues bien,
yo creo que el nexo de unión entre estas regiones lo constituye la figura de Heracles,
concretamente a través de uno de sus doce «trabajos». Hay quien interpreta estos
trabajos como el momento del paso del estado de barbarie al de civilización (CIVITA,
1974, 274). Realmente, estos trabajos relacionados con Heracles se presentan dentro de
una gran diversidad de tipos míticos (KIRK, 1973, 296-297) y, ya desde la Antigüedad,
se buscaron interpretaciones generales para este ciclo, como la de Clemente de Alejandría,
para quienes estos trabajos representarían la victoria de la inteligencia valerosa sobre
las pasiones (PEPIN, 1958, 399). Nosotros vamos aquí a estudiar uno de estos trabajos,
al tiempo que veremos cómo las concepciones geográficas ligadas al mito muestran
una gran diversidad en distintos momentos históricos, consecuencia de la cambiante
concepción del mundo, debida a la inexistencia de una auténtica ciencia geográfica.
Heracles en su duodécimo (o según oíros, undécimo) trabajo para Euristeo, sabemos que
tiene que ir a buscar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides. Son estas unas
ninfas, cuyo número oscila entre tres y siete, según distintas versiones (FALCON et al.,
1980, 327), que son las «ninfas del ocaso» y de las cuales las más conocidas son Egle,
Eritia y Hesperaretusa (GRIMAL, 1981, 264). Las interpretaciones de este trabajo
concreto han sido abundantes y presentan una diversidad interesante. Hay quien, dan-
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do por buenas las teorías de tipo evhemerístico, considera que originariamente se trataban
de ovejas con una lana rojiza que se asemejarían al oro, basándose en que la palabra
«melón» significa tanto oveja como manzana (GRAVES, 1955, II, 150-151). Otros
autores opinan que la relación de las Hespérides con la ultratumba es evidente (KIRK,
1974, 193). NILSSON (1932, 214) llega a afirmar que la idea de este Jardín es pregriega
y, en este momento, ya habría un ciclo completo de trabajos cuya interpretación general
es la victoria sobre la muerte. Hay quien llega a señalar una serie de paralelos y coincidencias
con el Jardín del Edén, lo que reflejaría el deseo humano de «ser como dioses»
(HATHORN, 1977, 331). Se han señalado los varios paralelos que existen entre este trabajo
herácleo y la leyenda de los Argonautas (GALINSKY, 1972, 114-115), y sus semejanzas
con el trabajo de los bueyes de Gerión, aunque reconociendo su carácter y origen
distintos (RAMIN, 1979, 118-119). Además de la interpretación alegórica, recientemente
se ha retomado y ampliado la explicación de este mito, en relación con la obtención
del ámbar (RAMIN, 1979, 88-89). De la representación iconográfica del mito, también
han tratado diversos autores (FLACELIERE, DEVAMBEZ, 1966, 120-122; BROMMER,
1953, 47-52, 94-95; HENLE, 1973, 70). Pues bien, el Jardín de las Hespérides era
ubicado, por los antiguos, en distintos lugares tales como el Oeste de la Libia, el pie del
Atlas y el País de los Hiperbóreos (GRIMAL, 1981, 248).
Las dos primeras identificaciones son perfectamente compatibles, ya que el nombre
de Hespérides tiene en la mitología griega, desde Hesíodo, un valor que encierra la idea
de Occidente (GARCÍA Y BELLIDO, 1967, 205), y el alejamiento hacia Occidente se
corresponde con el progresivo conocimiento por parte de los griegos de esa zona del
Mediterráneo Occidental. Este problema ha sido abordado, no hace mucho, por GARCÍA
IGLESIAS (1979, 137-138) que ve, sin embargo, un mayor peso en la identificación
Heracles-Melkart. Del mismo modo, otro de los trabajos de Heracles relacionado
con la Península ha sido interpretado recientemente como una especie de Periplo en clave,
para alcanzar el Extremo Occidente, señalándose también su posible componente fenicio
(ROSENSTINGL, SOLA, 1977, 543-548); también hay que tener en cuenta las tesis
de DION (1977, 143-145). Pero la tercera de las identificaciones plantea sus problemas,
entre los cuales no es el menos importante su correcta significación. Este dato nos
lo proporciona el libro II, 5, 11 de la «Bibliotheca» de Apolodoro; es posible que esté siguiendo
en la narración de este mito a Ferecides, que viviría en la primera mitad del siglo
V a. C. (GRIMAL, 1981, XX), y dice claramente que estas manzanas no estaban,
como algunos han dicho, en Libia, sino en el país de los Hiperbóreos. (Por lo que se refiere
a las supuestas relaciones de Heracles con el extremo septentrión, puede ser interesante
también lo que dice Tácito, en su Germania, XXXIV, 2-4, cuando habla de unas
«Columnas de Hércules septentrionales»). De todas formas, si bien creo que no puede
descartarse que nos hallemos aquí ante una tradición posterior, me parece mucho más
probable, como trataré de demostrar, que se trata, precisamente, de una tradición más
antigua, luego rechazada, pero que «Apolodoro» llegó a conocer. Además, no cabe duda
de que los griegos dudaron largo tiempo sobre la situación de las Hespérides (RAMIN,
1979, 115-117). De lo que yo no creo que haya que dudar es de que se trate de un «país»
septentrional, puesto que el viento Bóreas habita en Tracia, que es el país frío por
excelencia (GRIMAL, 1981, 72). Es igualmente aleccionador que Estrabón, en XI, 6, 2,
mencionando las opiniones de autores muy anteriores a él, pero en los que posiblemente
esté incluido Helanico de Lesbos, nos habla de que Hiperbóreos es una denominación
que para estos autores incluía a los individuos que se hallan en las tierras interiores
próximas al Ponto Euxino, precisando en I, 3, 22, que Hiperbóreos denominaba a los
pueblos del extremo septentrión.
Lo que parece claro, pues, es que el país de los Hiperbóreos está en el extremo del
mundo conocido o, mejor, intuido; poco importaría que fuese el extremo septentrional.
A este respecto, es interesante la constatación de que en la Iliada (IX, 5) se menciona el
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hecho de que el Bóreas y el Céfiro (viento del Oeste) soplan desde Tracia. A pesar de la
interpretación «racionalista» de Estrabón (I, 2, 20) creo que es muy posible que nos hallemos
aquí con la prueba de que, en todo caso antes del siglo VIII a. C., aún no estaban
establecidos, de modo preciso, los puntos cardinales y qué tierras corresponden a cada
uno de ellos; errores de apreciación existentes en un primer momento, que posteriormente
son advertidos y subsanados, pero cuyo reflejo persiste en el mito. Nos hallamos
aquí, quizás, con una antigua leyenda que situaba el Jardín de las Hespérides en el extremo
del mundo, un mundo limitado, poco conocido, pero en el que tal vez la propia existencia
de países, más o menos inaccesibles, hiciera creíble la existencia de esos individuos,
viviendo en estas tierras extremas. Según el conocimiento del Mediterráneo Occidental
va aumentando, se llega a un auténtico «finis terrae», que por el Norte no se había
logrado ver. A este «fin del mundo» se traslada el Jardín de las Hespérides, que cuadra
más con este carácter terminal del lugar, y teniendo en cuenta el corrimiento hacia
Occidente de gran número de mitos griegos, que han estudiado diversos autores, entre
ellos DION (1977). Los lugares propuestos en Occidente son varios, como hemos visto,
pero hay que tener en cuenta que el nombre de una de las Hespérides (Eritia o Erytheia)
le es dado a una tierra próxima al río Tartessos (fragmento 4 de la Gerioneida de Estesíoco
de Himera), lo cual la situaría en la Península Ibérica, a lo que ayudaría la proverbial
riqueza de la zona.
Posiblemente, y debido a esta traslación, es este undécimo trabajo de Heracles el
que presenta un mayor número de viajes, en muchas ocasiones contradictorios, y que
llevan al héroe en diversas direcciones, especialmente al Norte, lo cual, sin duda, debe
interpretarse como recuerdo del primer itinerario que siguió cuando el Jardín de las
Hespérides estaba, en efecto, en el extremo septentrión. Y este paso por el Norte no podía,
o no debía, evitarse, puesto que el anfitriónida tenía que ir hacia el Norte; y tenía
que hacerlo porque tenía que liberar a Prometeo, encadenado en el Cáucaso , que según
una de las versiones del mito le diría cómo hacerse con las manzanas. Indudablemente
que, igual que el emplazamiento del Jardín, también podría haberse movido el lugar de
prisión de Prometeo, pero el Cáucaso sería lo suficientemente conocido como para que
pudiera ser «trasladado» sin que el mito perdiera credibilidad, a pesar de la teoría de
CARPENTER (1948, 1-10), recientemente refutada por DION (1977, 58). Pero si bien
el Cáucaso era conocido, los «extremos del mundo» quedaban lo suficientemente desdibujados
como para situar dicho Jardín donde mejor conviniese. Es precisamente, tras
liberar a Prometeo, cuando puede decirse que comienza el trabajo undécimo de Heracles
(RUIZ DE ELVIRA, 1975, 236), viaje «desmesuradamente tortuoso o vacilante, reflejando
quizás ideas geográficas sumamente confusas» (RUIZ DE ELVIRA, 1975,
235), a lo que yo añadiría lo antes dicho, es decir, la evolución del mito que, a la par que
ía evolución de la Geografía y el conocimiento del mundo, permite que el «extremo» de
éste sea ubicado en otro lugar más idóneo. Posiblemente el corrimiento a Occidente del
mito tenga lugar después de fines del siglo VIII a. C., ya que según afirma GARCÍA Y
BELLIDO (1948, 93), en Hesíodo, que escribe en esa época, no hay aún rastro de la llegada
de Heracles al Jardín de las Hespérides.
Quizá del mismo momento en el que surge el undécimo trabajo herácleo, es la leyenda
de los Argonautas; según algunos autores es, incluso, anterior a Homero (GARCÍA
GUAL, 1975, 13) y ha sido transmitida fundamentalmente por Apolonio de Rodas;
posiblemente existe en ella el recuerdo de alguna expedición de aventureros griegos, tal
vez con algún eco histórico, a las tierras nórdicas del oro y del ámbar (Norte del Mar
Negro y del Adriático) (GARCÍA GUAL, 1975, 14; RAMIN, 1979, 95-96), aunque
también ha sido interpretado como ilustración del desarrollo de la navegación griega y
su lucha por el dominio del Mar Negro (CIVITA, 1974, 482). Quizá la interpretación
más completa del surgimiento del mito la proporciona R. DION (1977, 57-58), al cual
nos remitimos. Además de la interpretación económica, este mito se ha explicado como
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la búsqueda del reino de la muerte por el héroe (HATHORN, 19,77, 297). Sobre el reflejo
iconográfico del mito y otras variantes, puede verse HENLE (1973, 103).
Vemos pues que, geográficamente, muy bien pudieran coincidir, por lo dicho antes,
la tierra del Vellocino de oro, esto es, la Cólquide, con el país de los Hiperbóreos (al
menos en sentido lato), ya que también durante un largo período, la zona de la Cólquide
forma parte de los confines septentrionales del mundo conocido, lugar que ocupaban los
Hiperbóreos, que expresaría precisamente la idea del Extremo Norte y sería aplicado a
todos los pueblos más alejados al Norte, Noroeste o Nordeste (DION, 1977, 263) y que
serían, según la visión de RAMIN (1979, 59, 88), los productores del ámbar, de modo
genérico, como medio de expresar el carácter remoto de los mismos.
Lo que parece claro es que las zonas ignotas y remotas, «extremas», son consideradas
como lugares donde abundan las riquezas, trasunto de las cuales puede ser el Vellocino
de oro, que se basaría, según Estrabón (XI, 2, 19), en el hecho de que los ríos de la
región arrastraban oro, que era obtenido mediante cubetas perforadas y pieles de largas
lanas. Esta explicación, según LASSERRE (1975, 56), también aparece en Apiano (Bell.
Mithr. 4, 79) y remontaría, al menos, a Teófanes, autor de la primera mitad del siglo I a.
C. La Cólquide, según el poema de Apolodoro, se halla junto al «Fasis, de amplia
corriente en los confines extremos del Ponto», y junto al «Cáucaso escarpado»
(GARCÍA CUAL, 1975, 131). En el libro XI de Estrabón, y especialmente en el capítulo
tercero, se habla de la Iberia del Cáucaso, que se halla justamente al Este de la Cólquide
y comunicada con ella por una serie de caminos. Son dos regiones, pues, limítrofes. Pero
además, también hay una tradición, que recoge el propio Estrabón (XI, 4, 8), según la
cual Jasón, desde la Cólquide, marcha al mar Caspio, visitando Iberia y Albania que
eran limítrofes entre sí. Esto nos puede estar indicando la facilidad de comunicación
entre Iberia y el Ponto, la proximidad al mar de los iberos e, incluso, una cierta afinidad
entre la Cólquide y la Iberia.
Pasemos ahora a otro nivel, alejado del mítico, y que también nos será útil para
nuestra hipótesis. Si seguimos a J. BOARDMAN en el apartado de su obra «Los griegos
en ultramar», dedicado a las colonias griegas en el Ponto veremos que, aunque parece
que, a pesar de las opiniones de algunos autores, no puede hablarse de colonización
griega allí en el siglo VIII, aunque «la historia del viaje de los Argonautas implica algún
conocimiento de esas regiones» y a fines del siglo VIII ya existían algunas noticias
sobre el Mar Negro; además tampoco hay que poner en duda que hacia el 700 a. C.,
«marinos y mercaderes de la Grecia Oriental hubieran hecho viajes ocasionales al
interior del Mar Negro durante esta época» (1975, 238). Son los milesios quienes llevan
el gran peso de la colonización del Ponto. En la costa sur, y cerca del Cáucaso, fundan
Sinope y Trapezunte, según las fuentes, a mediados del siglo VIII; pero según la
Arqueología, en Sinope no hay nada anterior al 600 (BOARDMAN, 1975, 240-241).
Otra colonia importante es Fasis, en la desembocadura del río del mismo nombre y «que
daba acceso inmediato a la riqueza minera y agrícola del Cáucaso» (BOARDMAN,
1975, 241); en Fasis había oro (BOARDMAN, 1975, 243). Esta colonia milesia ha
proporcionado como testimonios griegos más antiguos, monedas de principios del siglo
V, «pero la costa pudo haber sido visitada y colonizada en la segunda mitad del siglo
VI)» (BOARDMAN, 1975, 255), aunque antes de su fundación posiblemente ya hubiera
despertado interés la zona, desde las colonias milesias más próximas, Sinope y
Trapezunte primero y, posteriormente, también Amiso. La fundación de la segunda de
ellas estaría en función del comercio con el Cáucaso y con el área antiguamente ocupara
por Urartu (BOARDMAN, 1975, 256). Sin duda alguna, antes del asentamiento colonial
hay un período de contactos, más o menos esporádicos, que permiten un conocimiento
de la tierra y de sus habitantes y, sobre todo, de sus riquezas.
Lo que pretendo decir con todo esto constituye una hipótesis, que intenta aproximarse
a lo que creo que fue la realidad: el conocimiento, por parte de los griegos, de las
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regiones más septentrionales a las que podían llegar por mar, esto es, el Ponto Euxino y
sus regiones limitrofes, debe ser bastante antiguo, a juzgar por la existencia de una serie
de mitos y leyendas antiguas, que pueden ser ecos de este conocimiento. Estas leyendas,
la de Heracles y la de los Argonautas, inciden en el hecho de que en las mismas abunda
el oro y, en general, las riquezas, además de otros factores que, como ya se indicó anteriormente,
y según GALINSKY (1972, 114-115), permiten establecer un cierto paralelismo
entre ambas. De la misma manera, estos territorios constituyen, durante largo tiempo,
el «fin del mundo», conocido para los griegos, donde sitúan algunos de sus mitos. El
conocimiento, en época «precolonial», de la región que aquí en concreto nos interesa,
el Cáucaso, parece desprenderse también de ambas leyendas mencionadas. El Cáucaso
es rico en oro, prueba de lo cual es la fundación por Mileto, en el siglo VI, de la colonia
de Fasis y, anteriormente, de Trapezunte; y antes aún, la leyenda del Vellocino de
oro viene a decirnos lo mismo. En el Cáucaso vive el pueblo de los iberos, entre los que
abunda el oro. No sabemos si se llamaban ellos así o fue un nombre impuesto, pero ello
aquí no importa. Cuando el Mediterráneo Occidental, concretamente la Península Ibérica
y la costa Mogrebí son conocidas, se llega la convencimiento de que ese es el auténtico
«fin del mundo» y además el único accesible (ya que, obviamente su desconocimiento
de la extensión real de los continentes lo palian con la «invención» de un océano
circundante), allí se sitúan muchos de los mitos corrientes en el mundo griego, entre
ellos el del Jardín de las Hespérides. Pero además, hay que tener en cuenta que, en concreto,
este mito encaja bien en el extremo occidente porque éste es también un lugar rico
en oro , especialmente el Sur de la Península, como claramente dice Estrabón (III, 2, 8)
y corroboran autores que han estudiado los aspectos económicos de la Península Ibérica
en la Antigüedad (BLAZQUEZ, 1978, 21-42). Particularmente, creo más probable que
el Jardín de las Hespérides se esté refiriendo al oro y no al ámbar; pero de todas formas,
no puede dejar de reconocerse que el surgimiento de este mito, como de muchos otros,
se debe a factores económicos y que su definitiva ubicación en la Península Ibérica no es
casual (RAMIN, 1979, 139). No veo como algo extraño que los primeros griegos que llegan
a la Península, cuyo representante principal, porque es el único conocido, es Colaios
de Samos, que lo haría entre el 650 y el 630 a. C. (GARCÍA Y BELLIDO, 1948,
122) y que comprobaron esta riqueza en oro y habían oído hablar de la ubicación por
aquellos parajes de las Columnas de Heracles, del Jardín de las Hespérides, etc. (es decir,
del «fin del mundo»), y jonios, en el caso de Colaios y posiblemente también en el
de otros eventuales visitantes, conocerían la reputación aurífera de la Iberia caucasiana,
que también caería hacia el «fin del mundo» (en este caso septentrional), y teniendo en
cuenta todo este trasfondo y con plena intencionalidad, como recuerdo de la riqueza de
la Iberia conocida (esto es, la póntica), deciden dar a este nuevo territorio el nombre de
Iberia (tal vez junto con el de Tartessos o tal vez como algo independiente. Vid. infra.).
Para ello, hay que suponer que o bien el viaje de Colaios no fue algo aislado, sino que se
vio precedido por alguna o algunas navegaciones griegas hacia el extremo occidente,
bien desde las metrópolis griegas, bien desde sus colonias suritálicas, hecho que hoy día
parece volver a revalorizarse (OLMOS-GARRIDO, 1982, 256-259), en parte para el siglo
VII, pero en mayor medida para el siglo VI, o bien que los navegantes fenicios, cuyas
relaciones con los griegos no eran cordiales, sino más bien hostiles en el siglo VII
(HARDEN, 1980, 152), pero que según la opinión actualmente admitida traen, precisamente
en esta época, una relativamente abundante cantidad de productos griegos (LÓ-
PEZ MONTEAGUDO, 1978, 3-4) a sus establecimientos del Sur Peninsular, informarían
a los griegos de tales detalles y de la riqueza de todo tipo del extremo occidente (especialmente
del no controlado por ellos), lo que hace que estos conceptos míticos helénicos,
aun antes de la presencia efectiva griega en esas tierras, ya hayan sido asignados a
esas zonas que, por informaciones directas o indirectas (se acepte uno u otro medio) ya
eran conocidas. 208
Incluso tenemos el argumento, tantas veces denostado, de los nombres de lugar con
terminación en -oussa (GARCÍA Y BELLIDO, 1948, 66-78), de cuya existencia no cabe
dudar, sea cual sea su correcto significado, pero que puede estar indicando el conocimiento
(quizá no exclusivamente griego, quizá también fenicio) de una ruta que nos lleva
también hacia la zona de Huelva, opinión revalorizada por DION (1977, 26-27), que
ve en las leyendas míticas de Ulises y Jasón otros claros indicios de una ruta que conducía
al Extremo Occidente. Este creo que puede ser el ambiente previo que permite que,
cuando los contactos con el Sur Peninsular se regularicen, se empiece a emplear el término
de Iberia (en recuerdo, por su riqueza, de la Iberia póntica, ya conocida) con significación
variable, como iremos viendo, y cuya primera referencia la encontramos en la
Ora Marítima de Avieno, que tiene como base un periplo griego de, al menos, inicios del
siglo VI o tal vez anterior. De lo que yo no creo que debe dudarse es de una presencia
griega, todo lo esporádica que se quiera pero lo suficientemente importante como para
que en las ciudades griegas (Grecia propia, Jonia y Magna Grecia) se haya creado un
ambiente favorable a suponer una serie de riquezas. Los mitos, que van a servir para
justificar apetencias político-económicas (DION, 1977, 15), se van a trasladar al Oeste y
junto con los mitos se va a trasladar toda la «geografía mítica». No veo excesivamente
difícil que, teniendo en cuenta los conocimientos geográficos de los navegantes griegos
(y su profundo trasfondo mitológico), el Jardín de las Hespérides (ahora el extremo occidente,
pero antes el extremo septentrión) pueda identificarse o, al menos, relacionarse,
con el país del Vellocino de oro que, por qué no, también puede estar en Occidente (vid.
la relación que establece DION, 1977, 24); junto a la Cólquide estaba la Iberia. Junto a
esta nueva «Cólquide» (¿Tartessos?), ¿por qué no va a haber «iberos»? ¿Por qué, pues,
no pensar que la zona de Huelva, próxima a o formando parte de Tartessos, no ha
recibido el nombre de «Iberia» «a causa del oro», como nos dice Estrabón?
Como he intentado demostrar, no creo que la «homominia» sea fortuita, aunque
tampoco creo que haya parentesco, entre ambos, de ningún tipo. Según Apiano (Bell.
Mithr. 4, 66), unos creen que los iberos de Asia son los más antiguos; para otros, éstos
proceden de los iberos de Europa y para otros, simplemente, tienen el mismo nombre.
Pero, añade, lo importante es que ni sus costumbres, ni su lengua son similares. Así
pues, lo único que nos queda rastreable en las fuentes es el pasaje de Estrabón que hemos
mencionado (XI, 2, 19) según el cual unos reciben el nombre de los otros a causa de
las minas de oro que hay en ambas regiones. También hay aquí sus problemas, pues según
algunos filólogos, puede interpretarse que los asiáticos reciben su nombre de los occidentales
(también los hay que opinan lo contrario), aunque como he tratado de demostrar,
el proceso es exactamente el inverso.
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